Hace tres décadas la única experiencia de gobierno local indígena en América Latina reconocido constitucionalmente, era el sistema de comarcas y reservaciones de Panamá creado durante el régimen de Omar Torrijos en 1972. Desde la independencia los gobiernos nacionales siempre interpretaron las demandas territoriales de los pueblos indígenas como una amenaza a la soberanía y al sagrado concepto de un Estado unitario y centralista. Este sentimiento fue mas presente en estados en donde la presencia nacional era aún muy limitada o desafiada abiertamente por otros estados con intereses expansionistas. La idea de que los pueblos indígenas fuesen propietarios de sus tierras y capaces de dotarse de sus propias formas de autogobierno siempre causó escozor entre las élites liberales y conservadoras mestizas. Por esto se impusieron los municipios y otras formas de control sobre los indígenas, para asegurar que el “imperio” de una sola ley, un estado, una sola nación no permitiera excepciones al sentido de nacionalidad.

Esto ha cambiado. Al finalizar el siglo XX los gobiernos de la región empezaron a considerar la amplia gama de demandas de las organizaciones indígenas, su participación social y política en el seno de las sociedades nacionales, y en consecuencia adoptaron una serie de políticas de inclusión multicultural. Esto fue una respuesta a una crisis de legitimidad de las instituciones estatales durante los 1980s, el dinámico activismo indígena tanto nacional como global, y las cambiantes condiciones políticas y económicas de América Latina. Como resultado de estos cambios hoy día existen regímenes autonómicos que protegen los derechos de los pueblos indígenas y afrodescendientes en varios países de América Latina, incluyendo Nicaragua, Bolivia, Ecuador, Venezuela y Colombia. Por lo demás, en el lenguaje de las organizaciones indígenas, la idea de separación o secesión, salvo algunas excepciones, nunca alcanzó prominencia como proyecto político.

El panorama en América Latina es más diverso, tanto en términos de reconocimiento cultural, como respecto a las formas de autogobierno indígena que los Estados han aceptado reconocer como parte de sus administración y organización  política. Han emergido los estados plurinacionales (en Bolivia y Ecuador), y la idea de una sola nación (Mestiza) es cosa del pasado. Se han titulado extensas áreas nacionales bajo la jurisdicción y propiedad de los pueblos indígenas. Se han reconocido los sistemas jurídicos propios de los pueblos y sus competencias para administrar justicia y educación.

A pesar de los amplios reconocimientos formales, la autonomía de los pueblos indígenas corre el riesgo de ser irrelevante para enfrentar las amenazas que hoy se ciernen sobre sus territorios y culturas, amenazando su sobrevivencia cultural. En esta columna ha reflexionado sobre las dificultades de la autonomía regional del Caribe nicaragüense para garantizar el ejercicio efectivo de los derechos de las pueblos costeños, y en particular del efecto pernicioso de un enfoque históricamente paternalista y centralista del Estado nicaragüense en los asuntos de la Costa. La experiencia de Nicaragua no es ajena a lo que sucede en otras regiones de nuestro continente.

Aún considerando las diferencias del contexto y de los regímenes legales de cada país, se puede decir que existen al menos tres cuestiones que estas autonomías indígenas tienen en común: la profunda brecha entre la promesa de las normas y leyes emanadas del reconocimiento multicultural, y su efecto restringido en la vida cotidiana de los pueblos; la limitada capacidad de los sujetos de derechos para influir sobre el funcionamiento de las autonomías legalmente reconocidas; y confrontar la emergencia de un tipo de estado re-centralizado, autoritario y activamente pro-capitalista. Si ese régimen de estado es formalmente de derecha, centro o izquierda, o sus otras posibles orientaciones, es lo parece menos importar en su relación concreta con las autonomías indígenas. El efecto combinado de estos factores, la posible irrelevancia de la autonomía como forma de autodeterminación de los pueblos indígenas, es en la actualidad la principal barrera para realizar los derechos de los pueblos indígenas y afro-descendientes en distintas regiones de América Latina.

Es irreal creer que las autonomías puedan funcionar exitosamente como formas de autogobierno en los márgenes del Estado. La evidencia disponible en distintos países de la región indica que esas experiencias de autonomía si bien representan formas de rebeldía y resistencia a los Estados y sus instituciones, también pueden resultar en vacíos de poder y legalidad y por ello, en áreas vulnerables a la penetración de poderes fácticos, como el crimen organizado, el narcotráfico y las infinitas redes de políticos corruptos. Estas realidades parecen ya ser la cotidianidad en extensas zonas de México, Colombia y Brasil, en muchas de ellas operando como autonomías de facto u oficialmente reconocidas como territorios autogobernados por pueblos indígenas.

En la experiencia nicaragüense ha sido evidente que el régimen autonómico inauguró formas de inclusión y participación, y visibilizó la contribución de los pueblos costeños a una sociedad multiétnica, pero el funcionamiento de las instituciones autónomas, Consejos y Gobiernos Regionales, han impedido una participación efectiva de las comunidades para influir en los destinos de sus territorios y ser agentes de su autodeterminación. Esos espacios hoy son oportunamente reclamados por los gobiernos territoriales. Por ejemplo, los gobiernos territoriales Kriol de Bluefields y Rama-Kriol de Monkey Point están expresando con determinación su voz y dignidad en sus reclamos de demarcación y titulación, y sus preocupaciones sobre el proyecto del Canal interoceánico. Estos mismos gobiernos son acorralados por las instituciones autónomas y voceros oficialistas de la Costa.

Finalmente, las autonomías no pueden prosperar en un Estado antidemocrático y evidentemente procapitalista. Es una contradicción que los Estados abracen, por un lado, las autonomías indígenas y por otro, la gran inversión capitalista y un modelo de extracción económica centralizador. La realidad indica que esta contradicción se inclina a desfavorecer los derechos de los pueblos indígenas y afro-descendientes, cuestión evidente en Ecuador, Bolivia y Nicaragua. Los estados no consultan o no lo hacen de buena fe, pero logran “manufacturar” el consenso local que necesitan para avanzar sus planes que socavan los derechos indígenas y las autonomías. Y ante esto, está demostrado que es muy poco lo que pueden hacer los marcos legales formalmente progresistas que las elites de la región han aprobado diligentemente, porque le perdieron miedo al separatismo. Después de todo, el fantasma de la separación ha sido ahuyentado por un mayor reconocimiento formal, y más capital global; más compromiso oficial con la legislación internacional sobre derechos de los pueblos indígenas, y menos voluntad real de reforzar las autonomías a nivel doméstico. Mas “autonomismo” oficial y menos respeto real a los derechos constitucionales y las ciudadanías y regímenes multiculturales.

Están pues las autonomías indígenas y afrodescendientes ante un dilema existencial. Y con ello también los Estados en la región, ante un dilema en su propio compromiso para promover cambios profundos en la naturaleza de sus relaciones con los pueblos indígenas. Una vuelta al pasado no es la opción. La única estrategia posible es la que están demostrando las mismas comunidades, organizaciones sociales y movimientos indígenas  a lo largo del continente: develar la demagogia del discurso y la práctica del autonomismo oficialista, promoviendo la unidad de sus territorios para enfrentar un modelo de crecimiento económico basado en la extracción, y estableciendo lazos de solidaridad con las sociedades nacionales de las que son parte y particularmente con otros pueblos que son objeto de mecanismos estatales opresivos. La irrelevancia de los derechos de autodeterminación indígena no es la opción por la que estos pueblos apostaron al iniciar el siglo XXI. Tampoco es la opción de sociedades nacionales justas y solidarias, equitativas y democráticas, pluriculturales o multiétnicas, principios que inspiran las constituciones políticas de América Latina, incluyendo la nuestra en 1987.

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*Miguel González es un académico de origen costeño. Profesor de Estudios del Desarrollo, Departamento de Ciencias Sociales, York University, Ontario Canadá. Este artículo se publicó en octubre de 2014 en la revista Confidencial. Puede leerlo aquí.

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